domingo, 21 de noviembre de 2010

La irresistible ascensión de los hombres livianos


Nadie se esperaba aquello. Claro que empezó poco a poco, insidiosamente. Para cuando nos dimos cuenta ya era tarde. Fue allá por los 60 cuando el mundo cambió, y después empezamos a comprenderlo. ¿Pero quién tuvo la culpa? Se ha dicho que las dos Guerras Mundiales, y que tal vez la bomba atómica. Y, por supuesto, Auschwitz . En todo caso la constatación de que jamás se realizarían los ideales de la modernidad ilustrada. Ya nadie se lo iba a creer. Nadie se iba a tomar en serio las grandes palabras de los grandes hombres. Y, de ahí, quizá ni las de los hombres corrientes.

Me tocó, por azar de la edad, vivir ese tránsito del tiempo en el que ser un hombre tenía un peso específico decisivo en las relaciones entre sujetos. La virilidad era una referencia consistente, garantía de comida, protección, etc. Pero todo ello se esfumaría como humo en el aire.
Lo comenzamos a sospechar cuando nos fueron llegando los nuevos estilos de hombre que eran muy diferentes al nuestro. Recuerdo cómo vimos a laschicas de entonces vibrar con aquellos cuatro melenudos que les decían “all you need is love” y se quedaban fascinadas. Uno se miraba a sí mismo y se veía con aquél trajecillo “príncipe de Gales”, la camisa de nylon, la corbatilla y el pelo engominado con aquella brillantina – que se llamaba, ni más ni menos, “Varón Dandy” - mientras ellas miraban a los melenudos, y sentía que se había perdido algo, que aquello ya no iba a funcionar.

Más tarde llegaron los ecos del Mayo del 68, un follón que se había iniciado porque no les dejaban a las chicas quedarse a la noche en las residencias estudiantiles de los chicos. Luego todo fue más rápido. Acabamos la carrera vestidos con jerséis de gruesa lana y trenka, y nos dejamos crecer los rizos y las barbas mechadas, al estilo de aquel icono del momento que supuso el Che. El look informal, que el que pretendíamos “contestar” el viejo orden. Nunca el imaginario se alzó con tanta presunción para derribar obstáculos imaginarios. A ellas ya no había que dejarlas a las diez en el portal de su casa, y empezó la fiesta. Celebramos con alborozo la facilitación que pareció producirse para acceder al sexo, y la caída de la autoridad paterna para impedírnoslo. Fue la gran época de la “liberación sexual”. Estábamos lejos de saber las consecuencias que traería todo aquello. Ni sospechábamos que aquella desautorización de los padres caería, de otro modo, sobre nuestras propias cabezas.

Aquel entusiasmo con que festejábamos el crepúsculo del viejo gran Otro, con su arbitrariedad, sus prohibiciones, incluido el final de la dictadura franquista, no nos dejó ver que por detrás se alzaba en el horizonte un nuevo Otro que vendría cargado con ideales renovados, tan vigorosos que empujarían aún más a intentar escribir lo imposible de ser escrito. El retorno de un superyó más imperativo como se vería en tantos órdenes de la vida. La mezcla de discursos liberadores, revolucionarios, feministas y demás, forjarían nuevas exigencias. Como aquella pregunta que se extendía como un nuevo mandato del ideal: “¿estás seguro de que tu compañera goza también”. Había que ser un buen “compañero”. Otro significante que vería a idealizar al partener y seguir creyendo en la relación sexual. Y así, con sus variadas declinaciones inquisitoriales sobre el goce del Otro, aquellas preguntas nos arrojaron a los divanes a una generación de “antiautoritarios”, que veíamos cernirse sobre nuestra subjetividad la sombra de la decepción. Pues para cuando la pregunta se formulaba era que ya el nuevo semblante desfallecía. Fue la “neurosis de guerra” de tanto combatiente por las mil y una revoluciones pendientes.

Pero el cambio era irreversible y alcanzaría a la hora de la paternidad. Había que ser buenos padres para complacer a las compañeras, y nos enfrentamos a ello con dos armas imbatibles en las manos: el biberón en la derecha y el “dodotis” (evolución tecnológica del pañal) en la izquierda. Tuvo este movimiento un gran éxito en producir padres buenos.

No dejaríamos, más tarde, de constatar en múltiples ocasiones, las dificultades de los hombres en los nuevos tiempos, y que ya no servía el retorno a los antiguos semblantes. Recuerdo una fiesta, en un grupo de varones alguien comenzó a repetir los viejos chistes sobre las mujeres: que si el tamaño de su cerebro, que si tenían los pies pequeños para mejor acercarse a la fregadera, y otras construcciones conceptuales por el estilo. Surgieron las risas, la complicidad masculina complaciente en la degradación del objeto. En esto se acercó una mujer con un bandeja de canapés en su manos. Se agachó para depositarla en la mesa y su escote iluminó al grupo. Se hizo el silencio. “¿Qué os pasa muchachos, tan callados?" Siguió el silencio. “Pues si no me decís nada, me marcho”. Se echó la melena hacia atrás, sonrió, se dio media vuelta y se alejó moviéndose por el salón, mientras la seguíamos con la mirada. Me fijé en las caras de mis compinches y vi que las risas se habían transformado en muecas. El viejo semblante masculino había quedado pulverizado por el esplendor fálico de una mujer nueva.

Más tarde, aunque esto es ya otra historia, pudimos constatar en los nuevos jóvenes que había aumentado la liviandad masculina, como efecto de la ausencia de referencias por el declive de la función paterna, su dificultad para soportar la separación del objeto y las nuevas patologías que traería consigo.

Si una primera generación fue desautorizada por la siguiente, ésta tendría dificultades para autorizarse, y la última ni se lo propondría. Pequeño esquema de los cambios de la segunda mitad del siglo.

Concluiré con una anécdota que me relató un amigo. Hubo en mi ciudad, en los años cuarenta y cincuenta, un hombre, llamémosle Juan Aguirre, del que se habló mucho; una celebridad en nuestro ámbito. Se decía que había sido un tipo atractivo, elegante, deportista que jugó en el equipo de futbol local, con mucha gracia y de simpatía irresistible. Gran seductor, obviamente, se decía. Un día que mi amigo iba caminando con su padre se encontraron con un hombre que por su rostro arrugado, escasos cabellos y por la curva artrósica de su figura, aunque no exenta de cierta prestancia, aparentaba muchos años. Se abrazó efusivamente con el padre de mi amigo, y éste volviéndose dijo: “Mira hijo, te presento a mi viejo amigo Juan Aguirre” Cuando mi amigo le expresaba su satisfacción por haber llegado a conocerle, el hombre le interrumpió alzando su índice, y con afectada solemnidad le dijo: “Muchacho... ¡lo que queda de Juan Aguirre!”.

Lo que queda para el psicoanálisis, más allá de los estragos que sobre el semblante acarrea el tiempo, y nuestros tiempos, es un hilo rojo que deja el rastro del inaprehensible objeto que causa el deseo. Pues si éste perdura sabrá hallar las palabras capaces de aparejar las velas de un semblante que recojan el viento real de la vida.

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viernes, 5 de noviembre de 2010

La tiranía de la igualdad


Hoy no puedo sustraerme a la perentoria actualidad. Recuerdan aquello del declive de la función paterna que comentamos hace poco. La nueva ley que prepara el gobierno sobre la adjudicación de los apellidos. Ya es legal cambiar el primer apellido por el segundo, pero ahora se trata de que si los padres no se ponen de acuerdo se adjudicarán por orden alfabético. La hipermodernidad se expande por estos pagos: qué más da un orden que otro, ¿qué hay de malo en ello?, a mí me mola más un orden que otro y vale,tío.
Algo espanta en la frivolidad con la que desde un discurso que se pretende ideológico se autorizan a modificar cosas sustanciales en nombre de un gran Ideal al que todos debemos someternos. Ya saben, la igualdad. Que en nuestro país se puede traducir por "igual da".
La cuestión del nombre propio es un tema esencial en nuestra cultura. Es un nombre que no remite a ninguna significación, porque no designa algo, sino a un sujeto. Cuando a nombre propio se le da una significación y toma un sentido se trata de un chiste, o una injuria. Las gracietas con los nombre propios son de mal gusto, pretenden degradar el ser.
Pero en nuestra cultura el nombre propio, el apellido en este caso, ha remitido al padre. Viene a ser un designador rígido que afirma que un sujeto es hijo de otro sujeto que es su padre. "Mater certum est". Porque la certeza es quién es la madre. El padre lo es siempre por la palabra de la madre. Incluso aunque no sea el padre biológico, será el padre si la madre le atribuye el hijo. De lo contrario hay juicios y pruebas y demás. Han dicho que el orden actual es inconstitucional porque no respeta la igualdad establecida en la constitución. La igualdad de todo, la igualdad como pesadilla que pretende borrar la diferencia de cada uno, en lo que consiste lo humano, que cada uno es particular, singular, no como los pollos. La igualdad es para la ley, los derechos, las oportunidades.! No para los sujetos¡ Eso es totalitario.
Casualmente hay una diferencia fundamental entre los sujetos: los hay machos y los hay hembras. Y ninguno de los dos tienen la culpa.
Hace ya un tiempo se aprobó la Ley de violencia de género, que establece derechos distinto al hombre y a la mujer. Una barbaridad jurídica y esta sí anticonstitucional. Muchos hombres han padecido la indignidad de la detención y calabozo por denuncias falsas, pero esto es un tema tabú.
En los colegios se han prohibido recientemente los "juegos sexistas", o sea de niños o de niñas. Los niños no pueden jugar a guardias y ladrones, ni a indios y vaqueros. Ni las niñas a muñecas. Salvo que los compartan.
Desde la ideología dominante se destila una inquina contra la diferencia sexual que no cesa de sorprendernos con nuevas iniciativas. ¿De dónde viene? ¿Por qué ese afán de destituir al varón de sus especificidades?¿Por qué ese uso de la igualdad para prohibir, ordenar, etc.? ¿Cómo ese atrevimiento aplaudido de un joven ministra para proclamar que se iba a crear un nuevo "modelo masculino"?
Omnipotencia y estupidez. Es que parece un chiste, pero es inquietante. Es la intromisión de lo público en la intimidad. Es la pretensión totalitaria de organizar la vida de los ciudadanos. Orwell en "1984" y Huxley en "A brave world" nos avisaron que la pretensión pseudocientífica aplicada a las ciencias sociales y a la política puede conducir al desastre.
La gran batalla que comenzó en le siglo XIX por los derechos de la mujer ha conseguido casi todos sus objetivo políticos sen los países democráticos. Quedan, por supuesto, discriminaciones sociales contra las mujeres. Pero la deriva que toma hoy esa reivindicación es un extravío, un empuje mortífero que, sobre todo, niega lo femenino.

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