La irresistible ascensión de los hombres livianos
Nadie se esperaba aquello. Claro que empezó poco a poco, insidiosamente. Para cuando nos dimos cuenta ya era tarde. Fue allá por los 60 cuando el mundo cambió, y después empezamos a comprenderlo. ¿Pero quién tuvo la culpa? Se ha dicho que las dos Guerras Mundiales, y que tal vez la bomba atómica. Y, por supuesto, Auschwitz . En todo caso la constatación de que jamás se realizarían los ideales de la modernidad ilustrada. Ya nadie se lo iba a creer. Nadie se iba a tomar en serio las grandes palabras de los grandes hombres. Y, de ahí, quizá ni las de los hombres corrientes.
Me tocó, por azar de la edad, vivir ese tránsito del tiempo en el que ser un hombre tenía un peso específico decisivo en las relaciones entre sujetos. La virilidad era una referencia consistente, garantía de comida, protección, etc. Pero todo ello se esfumaría como humo en el aire.
Lo comenzamos a sospechar cuando nos fueron llegando los nuevos estilos de hombre que eran muy diferentes al nuestro. Recuerdo cómo vimos a laschicas de entonces vibrar con aquellos cuatro melenudos que les decían “all you need is love” y se quedaban fascinadas. Uno se miraba a sí mismo y se veía con aquél trajecillo “príncipe de Gales”, la camisa de nylon, la corbatilla y el pelo engominado con aquella brillantina – que se llamaba, ni más ni menos, “Varón Dandy” - mientras ellas miraban a los melenudos, y sentía que se había perdido algo, que aquello ya no iba a funcionar.
Más tarde llegaron los ecos del Mayo del 68, un follón que se había iniciado porque no les dejaban a las chicas quedarse a la noche en las residencias estudiantiles de los chicos. Luego todo fue más rápido. Acabamos la carrera vestidos con jerséis de gruesa lana y trenka, y nos dejamos crecer los rizos y las barbas mechadas, al estilo de aquel icono del momento que supuso el Che. El look informal, que el que pretendíamos “contestar” el viejo orden. Nunca el imaginario se alzó con tanta presunción para derribar obstáculos imaginarios. A ellas ya no había que dejarlas a las diez en el portal de su casa, y empezó la fiesta. Celebramos con alborozo la facilitación que pareció producirse para acceder al sexo, y la caída de la autoridad paterna para impedírnoslo. Fue la gran época de la “liberación sexual”. Estábamos lejos de saber las consecuencias que traería todo aquello. Ni sospechábamos que aquella desautorización de los padres caería, de otro modo, sobre nuestras propias cabezas.
Aquel entusiasmo con que festejábamos el crepúsculo del viejo gran Otro, con su arbitrariedad, sus prohibiciones, incluido el final de la dictadura franquista, no nos dejó ver que por detrás se alzaba en el horizonte un nuevo Otro que vendría cargado con ideales renovados, tan vigorosos que empujarían aún más a intentar escribir lo imposible de ser escrito. El retorno de un superyó más imperativo como se vería en tantos órdenes de la vida. La mezcla de discursos liberadores, revolucionarios, feministas y demás, forjarían nuevas exigencias. Como aquella pregunta que se extendía como un nuevo mandato del ideal: “¿estás seguro de que tu compañera goza también”. Había que ser un buen “compañero”. Otro significante que vería a idealizar al partener y seguir creyendo en la relación sexual. Y así, con sus variadas declinaciones inquisitoriales sobre el goce del Otro, aquellas preguntas nos arrojaron a los divanes a una generación de “antiautoritarios”, que veíamos cernirse sobre nuestra subjetividad la sombra de la decepción. Pues para cuando la pregunta se formulaba era que ya el nuevo semblante desfallecía. Fue la “neurosis de guerra” de tanto combatiente por las mil y una revoluciones pendientes.
Pero el cambio era irreversible y alcanzaría a la hora de la paternidad. Había que ser buenos padres para complacer a las compañeras, y nos enfrentamos a ello con dos armas imbatibles en las manos: el biberón en la derecha y el “dodotis” (evolución tecnológica del pañal) en la izquierda. Tuvo este movimiento un gran éxito en producir padres buenos.
No dejaríamos, más tarde, de constatar en múltiples ocasiones, las dificultades de los hombres en los nuevos tiempos, y que ya no servía el retorno a los antiguos semblantes. Recuerdo una fiesta, en un grupo de varones alguien comenzó a repetir los viejos chistes sobre las mujeres: que si el tamaño de su cerebro, que si tenían los pies pequeños para mejor acercarse a la fregadera, y otras construcciones conceptuales por el estilo. Surgieron las risas, la complicidad masculina complaciente en la degradación del objeto. En esto se acercó una mujer con un bandeja de canapés en su manos. Se agachó para depositarla en la mesa y su escote iluminó al grupo. Se hizo el silencio. “¿Qué os pasa muchachos, tan callados?" Siguió el silencio. “Pues si no me decís nada, me marcho”. Se echó la melena hacia atrás, sonrió, se dio media vuelta y se alejó moviéndose por el salón, mientras la seguíamos con la mirada. Me fijé en las caras de mis compinches y vi que las risas se habían transformado en muecas. El viejo semblante masculino había quedado pulverizado por el esplendor fálico de una mujer nueva.
Más tarde, aunque esto es ya otra historia, pudimos constatar en los nuevos jóvenes que había aumentado la liviandad masculina, como efecto de la ausencia de referencias por el declive de la función paterna, su dificultad para soportar la separación del objeto y las nuevas patologías que traería consigo.
Si una primera generación fue desautorizada por la siguiente, ésta tendría dificultades para autorizarse, y la última ni se lo propondría. Pequeño esquema de los cambios de la segunda mitad del siglo.
Concluiré con una anécdota que me relató un amigo. Hubo en mi ciudad, en los años cuarenta y cincuenta, un hombre, llamémosle Juan Aguirre, del que se habló mucho; una celebridad en nuestro ámbito. Se decía que había sido un tipo atractivo, elegante, deportista que jugó en el equipo de futbol local, con mucha gracia y de simpatía irresistible. Gran seductor, obviamente, se decía. Un día que mi amigo iba caminando con su padre se encontraron con un hombre que por su rostro arrugado, escasos cabellos y por la curva artrósica de su figura, aunque no exenta de cierta prestancia, aparentaba muchos años. Se abrazó efusivamente con el padre de mi amigo, y éste volviéndose dijo: “Mira hijo, te presento a mi viejo amigo Juan Aguirre” Cuando mi amigo le expresaba su satisfacción por haber llegado a conocerle, el hombre le interrumpió alzando su índice, y con afectada solemnidad le dijo: “Muchacho... ¡lo que queda de Juan Aguirre!”.
Lo que queda para el psicoanálisis, más allá de los estragos que sobre el semblante acarrea el tiempo, y nuestros tiempos, es un hilo rojo que deja el rastro del inaprehensible objeto que causa el deseo. Pues si éste perdura sabrá hallar las palabras capaces de aparejar las velas de un semblante que recojan el viento real de la vida.
Etiquetas: masculino, semblantes