domingo, 29 de mayo de 2011

Al borde de la salud mental

Comienza así Jacques-Alain Miller su texto: “La Salud Mental no tiene más definición que la del Orden Público” (1). Definición que ha abierto un campo de discurso en el que proseguimos. En su tiempo, me hizo evocar mi experiencia de joven psiquiatra a principios de los ochenta. Eran tiempos difíciles, de reconversión industrial y conflictos sociales. Fui enviado como Jefe del Centro de Salud Mental a una localidad fabril con graves problemas: paro, marginación, toxicomanías, etc. El gobierno municipal debía tener las mejores intenciones para movilizar todos los recursos disponibles frente a esos problemas. Esa política también nos alcanzó a los trabajadores de Salud Mental que fuimos incluidos en ese movimiento. Así nos llamaron para intervenir directamente en situaciones “de crisis”. Mi idea, por entonces, un tanto aguerrida sobre la función de los centros de Salud Mental me facilitó incorporarme a esta tarea.
Relataré algunas intervenciones. En una ocasión la policía municipal nos avisó de que en un bloque de vivienda había gran alarma por una mujer que, junto a otros comportamientos extraños como vigilar por las ventanas y no salir de su casa, temían que manipulaba el gas. Los vecinos inquietos avisaron al alcalde y éste nos envió la policía. Fuimos a la casa de la paciente. Me acompañaban dos expertos celadores con ambulancia para la eventualidad de un ingreso hospitalario. Nos abrió un familiar y pude hablar con la mujer. Presentaba lo que sugería un delirio de persecución poco estructurado. Ante la alarma creada le propuse un ingreso hospitalario, a lo que se negó lógicamente. Algunos vecinos expresaron su disconformidad y los celadores le agarraron de los brazos a la mujer para llevarla a la ambulancia. En un momento la situación tuvo tintes dramáticos. La mujer, ya mayor, empezó a sangrar por las erosiones en la piel de sus brazos ocasionadas por los celadores al intentar llevársela. Y comenzó a gritar desesperadamente. Reaccioné dando la orden a los celadores de que la soltaran y de que nos fuéramos y dejáramos en paz a la señora. La crisis se acabó inmediatamente. En el tiempo en que permanecí en el Centro de aquella localidad nunca volvió a presentarse el problema de aquella señora.
En otra ocasión la policía vino para llevarnos en su coche a otra emergencia. Se trataba de un joven, con antecedentes psiquiátricos, que estaba creando conflicto en su casa, en un barrio muy marginal. Por el camino los guardias, algo inquietos, dijeron que se trataba de un tipo muy peligroso. “Éste ya ha matado a dos, en peleas. Pero salió pronto por que le dieron por loco. Además es alto y fuerte como un toro”. Mientras nos dirigíamos al lugar yo le trataba de tranquilizar a la asistente social que me acompañaba, que se estaba quedando pálida. El semblante de caballero es de lo más apropiado para tranquilizar. Sobre todo a mí mismo. Finalmente llegamos. Había revuelo en el portal y la escalera. Alguien comentó que allí cerca estaba un primo del sujeto de la intervención. Le pedí que viniera y, después, que él le propusiera acompañarle a la ambulancia para ir al hospital. Momentos después bajaron lentamente por las escaleras nuestro sujeto y su primo. Entró dócilmente en la ambulancia y se fue. Fuimos a tomarnos un vino antes de volver al consultorio.
Los afanes intervencionistas municipales fueron aminorando y abandonaron su idea de “comando psiquiátrico” para toda situación de crisis que se presentara.
Recordé aquello al leer en el texto de Miller “…con la salud mental se trata siempre del uso, del buen uso de la fuerza”. Y, diría, de inventar algo si se puede…Y de lo que dice Jean-Claude Milner en “¿Desea usted ser evaluado?” (2): “Hablar de salud mental como de una extensión de la salud pública supone en realidad extender la esfera de lo público, de tal modo que la esfera de lo privado queda totalmente absorbida por lo público.” Y después: “Aquí, en cambio, la realización de la noción de lo público supone también y ante todo la preocupación por lo privado.”
Es cuando el proceder de un sujeto adquiere un carácter disruptivo capaz de alarmar a otros cuando ese sujeto franquea el borde de la salud mental. En realidad el diagnóstico de enfermo mental lo hace el coro de vecinos, y la autoridad competente pone en marcha el tratamiento, cuyo fin es la recomposición de la homeostasis social que supone el orden público. A partir de ahí entra en juego la contingencia del encuentro que afectará, de un modo u otro, al destino del sujeto.

NOTAS:
(1) Miller, J-A. “Salud mental y orden público”. Uno por Uno nº 36. Barcelona 1994.
(2) Miller, J-A. y Milner, J-C. “¿Desea usted ser evaluado? Miguel Gómez Ediciones. Málaga, 2004.

Iñaki Viar

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sábado, 21 de mayo de 2011

Evaluación


“¿Muy…, Bastante…, Poco…, Nada…?”

Hace unos días acudí a un taller mecánico para reparar una pequeña avería en mi coche. Me la arreglaron, pagué y me fui. Estaba yo contento por haber resuelto ese ligero contratiempo cuando recibí una llamada telefónica
“¿Es usted el Sr. Iñaki Viar?”. Contesté afirmativamente.
“¿Tendría la amabilidad de responder a unas preguntas? Se trata de una encuesta sobre el arreglo de su coche, con el fin de mejorar el servicio”. De acuerdo también. Y ahí empezaron las preguntas de la encuesta:
“¿Respecto al tiempo empleado para el arreglo está usted: muy satisfecho, bastante satisfecho, poco satisfecho, nada satisfecho? Contésteme con una de las opciones que le planteo”.
Contesté que “muy satisfecho”. Y siguieron más preguntas sobre el resultado, las explicaciones, la atención, etc. Tras cada pregunta la voz me repetía las cuatro opciones: Muy… Bastante… Poco… Nada…
Por abreviar el tedio, y sin mayores objeciones sobre el objeto de la llamada, para acabar cuanto antes contesté mecánicamente la primera respuesta: “Que muy…”
La voz añadió unas precisiones sobre que mis respuestas se mantendrían anónimas y nos se haría ningún otro uso de las mismas. A lo que contesté, ya algo hastiado, que me daba igual el uso que hicieran de ellas.
Por fin acabada la conversación, me pregunté -esta vez yo mismo- por la razón de mi desagrado. Caí en la cuenta de que no había sido una conversación, que solo había podido responder con sus respuestas, como un loro, y que no había podido añadir ninguna otra cosa que se me ocurriera. Como, por ejemplo, que me había parecido algo caro el arreglo. Y, para rematarlo, aquella insinuación sobre el anonimato y el uso de mis repuestas… como si hubiese lugar a que uno respondiera algo indebido.
Lo que me desagradaba es que habían obtenido mi consentimiento para el procedimiento. En nombre de grandes ideales de Buen Servicio, Eficiencia, Colaboración… en nombre, pretendidamente, de la Ciencia. Si te niegas a participar es como si fueras en contra de todo ello. Uno es tomado por sorpresa y para cuando se percata ya está evaluado como consumidor. O ha colaborado en la evaluación de otros: del taller mecánico, del propio encuestador telefónico, etc. Pues bien, yo ya era un ser evaluado; pertenecería en adelante al conjunto de seres evaluados.
Es éste el paradigma de la evaluación. Aplicación de la matemática a la subjetividad, cuantificación del vínculo social, tal es su pretensión. Para ello imprescindible es el consentimiento. “La sumisión es consentida” escribió Étienne de la Boétie. Es lo que le da la apariencia de legitimidad,
Si bien parece una anécdota trivial que sucede a las personas todos los días, no hay más que trasladarla a los múltiples lugares donde se reproduce: trabajadores y empleados en sus empresas, usuarios y profesionales de diversos servicios, para constatar el alcance social de sus efectos. En mi caso se trataba de una empresa privada, pero si es el poder político, el Estado a través de sus diversas agencias, quien nos encuesta, entonces estamos ya en el procedimiento evaluador que se extiende a lo largo y ancho de nuestra sociedad.
Esa reducción a la cantidad es una apisonadora de los sujetos, de sus historias, de los vínculos sociales. Todo se reduce, se aplana. El enemigo es la singularidad. Lo inaceptable es lo particular. La evaluación propone cuantificación contra enunciación. Cuenta todo para descontar al sujeto. Que solamente le queden las palabras del Otro.
Es una cuestión de masas. De masas medidas y pesadas, utilizables en la ingeniería social, cuyo máximo enemigo es el deseo. Y es que el deseo fastidia los parámetros con cuyo manejo la burocracia aspira a perpetuarse para, sobre todo, seguir evaluando. La evaluación crea la necesidad de más evaluación. Es altamente adictiva. Por tanto un fin en sí misma. Repetición infinita, goce del evaluador y del sumiso evaluado. Pero siempre en nombre de ideales propuestos por los medios de comunicación y los políticos como el Bien Común. Como si extrajeran el máximo común divisor de los ciudadanos y así obtuvieran la definición de sus deseos. Lo que sí es cierto es que la evaluación divide al sujeto ciudadano. Le empuja a la renuncia de su modo propio, desprecia su juicio íntimo que queda aprisionado por las cadenas de ítems.
Dice Jacques-Alain Miller, en “Desea usted ser evaluado”, que “la evaluación significa conectar el goce único, goce siempre solitario y autista del sujeto con el Otro, el gran Otro, el Otro universal del significante que es el lugar donde se realiza el ciframiento”.
Una pesadilla orwelliana se dibuja en el horizonte social y político: el Big Brother sabe muy bien lo que te conviene. Lo tiene todo medido, pesado, calculado. Es el ciudadano que no acepta someterse el que se hace daño a sí mismo. El asocial que no quiere el bien para todos. Mal asunto para él. Deberá, quizá el poder salvarlo de sí mismo. Esta perspectiva totalitaria es frecuente en la literatura de ciencia ficción. Es la sugerida por el avance científico que destila su ideología fundamentalista de que la ciencia es el único camino para un futuro mejor. Es la atribución a la ciencia y a la técnica de ese poder único para proporcionarnos la felicidad lo que desprende ese aire siniestro que refleja esa literatura. La evaluación también es hija del cientifismo. Nos ofrece contabilizar el goce a cambio de nuestra libertad de elegir. No entiende la clase evaluadora que la libertad de elegir es nuestra responsabilidad en la clínica. Jamás entenderían el consejo freudiano de recibir al paciente como si fuera el primero.
En el psicoanálisis lacaniano tenemos ya un recorrido importante en la lucha contra la utilización indebida de las técnicas evaluadoras. Nuestra fuerza reside en que tratamos a los pacientes como únicos. Y no los comparamos. En que nunca abdicaremos de nuestro propio juicio, de nuestro criterio responsable. Cada uno en su lugar. Habrá que ceder, a veces, a los imperativos administrativos. Necesitamos una táctica política: ellos tienen el poder. Pero tenemos que mostrar nuestro rechazo, hacer prevalecer el discurso analítico sobre las vacuas generalidades y la estulticia de quienes nos propongan: “¿muy…bastante…poco…nada…?